CARTA DE UN CADÁVER

He sucumbido al sabor mortal del Vodka y al alcoholismo del amor.
Fue curiosa la mnera en que morí.
Ayer por la tarde Marieu, te pensé pensando en mí, las tardes son tan repugnantes que casi no las soporto, estuve sentado casi todo el día en las gradas de la catedral, el cielo gris caía en gotas sobre el suelo lavado y las flores preñadas reventaban mostrándome lo distinto, como si ellas dóciles y frescas... discreparan con mi dolor, mi nostalgia. Las campanas sonaban y las gentes se cubrían con periódicos nefastos del aguacero, un vehículo policial pasó rapidamente lanzando sus luces sobre mí, lo vi alejarse llorando al mundo, un perro se me acercó, flaco y tímido, saqué de entre mis ropas unas galletas que tenía reservadas para cuando me de hambre y aquél sucio perro se parecía tanto a mí, que le di de comer y se quedó quieto a mi lado, cristo adentro estaría caliente, recordé un poema.

"Hay golpes en la vida, tan fuertes ... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas obscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán talvez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Estaba cansado Marieu, me recosté allí mismo y el perro me miró con ojos húmedos, lanzaba chillidos como intentando quitarme las ideas, pero..., ahí en las afueras de la casa de Dios me sentí cómodo, llevaba años sin entrar, el perro ladraba muy despacio mientras con su pata me tocaba por las costillas, la herida de Dios.
- No comprenderás perrito - le dije, y el perro insistía con su pata en su indesmayable toqueteo - Ha vuelto, Marieu ha vuelto y siento que quiero morir, que las fuerzas me abandonan, que ya logré mi cometido y que puedo morir en paz, en las gradas de esta casa, entiende perro tonto, ve y cobíjate en algún otro lugar, tienes carisma, y por lo menos yo me he agradado cotigo desde que te conocí, te habrán lanzado a la calle desde cachorro y te hiciste perro mirando el río bajo el puente, habrás escuchado el silbido del viento mientras ahí abajo las aguas murmuraban viejos coros, tienes carisma te digo, ve y déjame aquí que yo que vengo seguido a este lugar sé bien, que Cristo sigue... y seguirá crucificado-.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.


Y el hombre... Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.


Hay golpes en la vida, tan fuertes... Yo no sé!"

(César Vallejo - Los Heraldos Negros).

Entonces el perro se alejó y me di cuenta que era marrón, lo había creido negro, me ladró fuerte y se acercó, su hocico húmedo me tocó la nariz y me movía la cola - ¡Fuera perro! ¡déjame morir! - y como comprendiéndolo, ese animal de cuerpo tibio y marrón se fue, cruzó la calle, un hombre que fumaba lo pateó, lanzó su cigarro al pavimento y se dejó devorar por una de esas casas, el perro metió la cola entre sus patas y huyó, perdiéndose para siempre. Giré boca arriba y veía como lentamente la lluvia bailaba de una lado hacia el otro como un triste vals. Me encontraron al día siguiente, ya nadie asiste a las iglesias Marieu, fue así que morí un día que nadie fue a misa, un día que sólo yo regalé unas galletas en las afueras de la catedral y Cristo sangra, mientras su corona de espinas se profundiza, se hunde en ese cráneo pesado, ese día morí yo y fui el único testigo.