Lima, la espantosa.
























Eso de "horrible", que vino del poeta César Moro y pasó por Sebastián Salazar Bondy, ya no basta. La espantosa Lima ha sido secuestrada por una mafia de asfalto que cree que las pistas son morgues, los semáforos guiños y la gente ganado.

El datero bosteza por tercera vez bajo la luz roja del semáforo. Una combi frena con las justas. "Habla, hay carrera, se va con dos, lleva tres"*, se acerca y le habla al chofer de la combi. Éste le responde con una moneda de diez céntavos. El datero es un chato de manos sucias. Es el que marca el tiempo: le dice al chofer cuántos minutos tiene para alcanzar a la combi anterior. La luz ha cambiado a verde. El chofer de la combi (las manos también sucias), vira a la izquierda, le cierra el paso a una station wagon, hace una maniobra a la derecha y se va como llegó: hincando el botón del claxon hasta el fondo, llenando la calle de un ruido insoportable mientras sus pasajeros tienen que aguantar la radio a todo volumen.
De una de las combis que hacen cola en el paradero, baja un muchachote y anuncia: "habla, La Marina, Pershing, ¿vas?". Es un cobrador de combi. En suelo firme, su trabajo consiste en ganarle los pasajeros a la competencia. Quitárselos como sea. No importa que la combi se cuadre en medio de la pista. Siempre habrá un cobrador que la cruce, se cuele entre los micros y atrape a un incauto. Los podríamos clasificar así: los hay mitómanos, que son los que le juran a la gente que la combi está vacía, cuando hay una docena de pasajeros a bordo; los hay histriónicos: dan un porrazo a la puerta, bajan, corren, saltan hasta la otra esquina gritando su ruta; los hay voyeristas, que se rompen el ojo mirando los jeans apretados que bajan y las minifaldas que suben.

Uno de los cobradores abre la puerta de una combi destartalada. Se planta de cara al paradero. Una oficinista sube y ocupa un asiento delantero. Se sienta sobre una frazada doblada que hace de asiento. "Pie derecho, pisa...", dice el cobrador. La combi sale disparada. Un mensaje pegado en la guantera dice: "cuide su vida: use el cinturón de seguridad, carajo". Con la misma amavilidad el cobrador pide el pasaje: "A ver amiga, pasaje. Pasaje adelante".

Desde adentro se lee al revés, pegado en el parabrisas: "El vengador". La frase, además, trata de ocultar una rotura en la luna. Creatividad pura.

En la cabina del chofer, debajo del tablero de control, hay matas de cables sueltos unidos con cinta aislante. Metros de ellos camuflados entre rejillas de un aire acondicionado que, obviamente no funciona. Una capa de polvo negro lo cubre todo: el panal delantero, el timón, el espejo retrovisor, los asientos, el techo, el piso metálico que parece de hojalata, el botiquín de primeros auxilios seguramente vacío y hasta - sospecho - la tarjeta de propiedad del conductor. Sujeto al parabrisas hay un ventilador de mano lleno de telarañas. Todo parece traido directamente del cementerio de combis, al igual que el chofer: un hombre flaco, doblado en tres, al que se le empieza a notar una joroba. Dice que es su cuarta vuelta del día. El día para él empieza a las 7 p.m. y termina a las 10 de la mañana.

Muchas combis parecen a medio hacer, prematuramente entregadas: es exhibe el esuqeleto de la carrocería. En ocasiones, hay agujeros donde debería ir un pasamano unido al seguro de la puerta. Hay otras que parecen traidas directamente de la chatarrería: el techo es una lámina metálica forrada con triplay, los asientos están parchados, en algunos brota la espuma sucia del relleno. Algunas veces, las lunas rotas son reemplazadas con piezas de plástico. El pasajero puede aprovechar esta carencia: en verano, para airearse; en las mañanas, como secador de cabello.

Volvamos al volante de El Vengador. En una de sus puertas está pegada (con sorna) "La oración del combista": "Dame una mano firme y un ojo alerta, para que nadie sea herido a mi paso. Para que pueda continuar mi camino con alegría", reza.
Mientras tanto el conductor - los ojos clavados en el espejo retrovisor - espera la luz verde. Ha invadido medio metro el crucero peatonal. Retrocede y besa el parachoques de la combi de atrás. Cambia la luz. "Hasta el fondo chino, atrás viene la rata", le dice el cobrador. Se refiere a la combi que le hace competencia. Ahora dobla el timón a la izquierda, se pasa al otro carril y pone un CD de cumbia, todo al mismo tiempo. Los pasajeros de adelante no le dicen nada. Atrás, tampoco la están pasando bien.



















"A ver, acomódese, acomódese. Tenga la bondad. Arrímese. Al fondo entran cinco", dice el cobrador que quiere embutir la gente, llenar la combi hasta que no quepa ni él mismo. Hasta que reviente. Medio cuerpo afuera, llama más pasajeros: "A ver, Sucre, baja, baja. Sube rápido tía, tamos en competencia...". Uno, dos, tres, cuatro nuevos pasajeros han subido. La necesidad los hace viajar parados. Uno de ellos se ha golpeado la cabeza con el marco de la puerta.
En el aprieto, nadie sabe qué mano es de quién, o la pierna de quién roza a quién, o de quién es el trasero que está, casi, sobre la cara del que va sentado. Esos cuatro temerarios que han subido tienen que agacharse porque la altura del micro no les permite otra cosa. Hay veinticinco personas en la combi cuando sólo debían entrar catorce. Las ventanas están cerradas. Un olor rancio, olor a piel humana, a pelos, a sobaco, llena el ambiente. No hay lugar donde se esté más cerca del prójimo que en una combi.
"Protege a todos los que están conmigo (...)", sigue rezando la oración del combista. Los asientos son tan bajos como sillas de jardín de niños. Es la experiencia de una lata de sardinas.
Una mujer gorda intenta depositar su sobrepeso entre la hilera de asientos. No puede avanzar más. El cobrador le dice: "Avanza pe' tía, tienes espacio atrás...". Casi sobre ella, un hombre de lentes y chalina se arquea más. Con una mano se sostiene del respaldar de un asiento. Con la otra, intenta pagar su pasaje. "Gamarra, sol cincuenta primo. Paga completo pe'", le dice el cobrador, que parece cubierto de hollín. Hace sonar las monedas.El pasajero, se niega a pagar el saldo. El cobrador le dice: "Conchudo eres, 'tonces toma otro carro pe', no hagas problema".
La combi frena bruscamente. Todo se mueve y suena adentro: los vidrios, el chasis viejo, los asientos, los ánimos. Por fin, la gente le grita al chofer: "Maneja bien, pues. No somos ganado, estás llevando gente". Incluso reclaman los que van parados. El chofer casi se lleva de encuentro a un tico que se ha cuadrado en medio de la pista a recoger un pasajero. Continúa la oración del combista: "Enséñame cómo debo guiar el coche para proteger a los otros y no permitir, que por correr, olvide la belleza de tu mundo. Amén". Al costado de este texto de otro mundo está la Vírgen de la Puerta.






















Es tarde, siete se la noche, hora punta en la avenida Tacna. Una chica va sentada en la primera fila de una couster y tiene frente a ella a un desconocido rozándole las rodillas. Asu lado junto a la ventana, un flaco, doblado en dos, las rodillas casi pegadas al pecho, intenta leer. Se aferra a la única bombilla de luz amarilla que alumbra el pasadizo del carro. Eso hasta que se empieza a llenar.
"Las feas pagan doble", "Sólo peladitas", "Respete los paraderos", se mofan los letreros que brillan en el interior. Sólo ellos tienen buen humor. "Todo Tacna, Próceres, San Juan... A ver, a ver, apéguese más...", refunfuña el cobrador. El espectáculo es el mismo: jebes colgando de las ventanas, bollos de papel higiénico que rellenan los agujeros interiores, la carrocería a punto de desvanecerse. A esta hora, el tráfico de la avenida Tacna es un caos. A veces toma cuarenta minutos cruzarla. La música de fondo es una cumbia de Marisol. La luz amarilla, la gente apoltronada, el humo de los micros que se cuela por las rendijas de las ventanas. Afuera, la gente se sigue abalanzando a la hilera de cousters que hacen cola. Esta vez no son los cobradores los que se disputan a los pasajeros.Son los pasajeros los que pelean por un asiento, por un lugarcito en la indignidad.


* Frase que significa que el micro que va adelante tiene tres minutos de retraso y va con dos pasajeros.



De: Semanario, Hildebrandt en sus trece, Año 1, Número 30, Sección INDIGNIDADES, Páginas 18 y 19
Fecha: Viernes 12 de Noviembre del 2010
Texto: Juana Gallegos